Miércoles (Cuento Documental)
X Verónica Quense/ G80 (Movimiento Generación 80)
Se quedaba hasta última hora en la sala intentando
detener los pocos minutos que faltaban para las cuatro. El reloj de
la pared seguía moviendo el minutero a pesar de su intensa y fija
mirada. Eran ojos que lanzaban toda la fuerza de su imaginación pero
que no lograban atajar los instantes que sin remedio la llevarían al final.
Sonó chillón el timbre. Horrísono. Saltó de la silla. Se le humedecieron
los ojos y tuvo que abrirlos mucho para que las lagrimas no cayeran. De su
secreto dependía la vida de la hermana pequeña. Si se portaban bien ella y
su hermana mayor, a la pequeña no la tocaría. Pero no le creían y se
turnaban para nunca dejarla sola. Las ganas de llorar debían diluirse en su
voluntad de no hacerlo. Nadie debía preguntarle y así no tendría que
mentir. Las mentirosas se van al infierno recalcaba el pastor y su madre.
El padre con látigo en mano lo subrayaba, aunque fuera el mas mentiroso de
los hombres del mundo.
El mas mentiroso de los hombres del mundo, los días miércoles vigilaba la
salida de la escuela de niñas desde la plaza del frente. La esperaba. Leía
la biblia y la esperaba.
El bullicio alegre de sus compañeras la cubría como una manta caliente,
mientras guardaba lentamente, en su viejo y descamado bolsón de cuero café,
cuadernos muy bien cuidados, pequeños lápices de madera carcomidos en las
puntas, una bolsa pegoteada con dulce de membrillo y pedazos de pan seco,
un par de forros de cuaderno plásticos, que los pegaría con la plancha
caliente, la novela sobre un hombre que vivía arriba de los árboles y que
se lo prestó don Elías, padre de una compañera que tenía cientos de libros
sobre unas estanterías de tablas guateadas. Te presto los que quieras solo
que debes devolvérmelos. Y lo hacia porque leer era la única salida a ese
rigor de vigilancia carcelaria. Su madre no las dejaba cerrar la puerta de
la pieza e inspeccionaba atenta que hicieran las tareas y estudiaran. Ella
metía el libro dentro de cualquier texto escolar porque si las pillaban
leyendo algún escrito que no fuera la biblia, tendrían que vérselas con
el padre. Huir lo antes posible de esa pesadilla, con sus dos
hermanas, era el principal pensamiento que la ocupaba. Sus compañeras no
vivían así. Tenia once años y su hermana trece y no lograban ver la forma
de escapar sin que él las encontrara tarde o temprano. Y en castigo podría
matarlas. Dios ve todo lo que hacen sus hijos aquí en la tierra. Todo.
El silencio cayo pesadamente en la sala y salió. Tenía frío.
Recorrio el corredor del segundo piso mirándose los zapatos negros
brillantemente lustrados. Recordó que esa mañana sus manos le temblaban
mientras pasaba el cepillo por ellos y se decía a sí misma que hoy es
miércoles, que hoy es miércoles. Algunas salas estaban aún con la puerta
abierta. Una profesora revisaba un libro de clases. Le dolía un pie.
Tenía hinchado el tobillo.
Bajó la escalera rayada de tiza y corazones: A y J . Pensó que A
podía ser la Andrea que estaba enamorada de un Juan de la escuela
industrial. Se juntaban en la plaza Bogotá. Solo sabía de oídas las
aventuras de sus amigas. Ni ella ni sus hermanas podrían jamás ir a
jugar a una plaza, menos ir a una fiesta. Ni siquiera a los cumpleaños de
sus primos. Solo cuando pasaron mas de 30 años dedujo el por qué era
menester estar aisladas. Podrían hablar demás.
Atravesó paso a paso el tierral del último patio y llegó al pasillo
que llevaba a la puerta de salida. Se desvió hacia el primer patio. Llegó
hasta un árbol, sacó la novela del bolsón y se alzó sobre la punta de sus
pies. Lo depositó en un espacio oculto entre sus ramas y allí permanecieron
esperándola los bosques europeos de la edad media. Luego volvió al pasillo
central. Sus piernas flacas y tiritonas respondían inseguras como si
quisieran doblarse y hacerla caer al suelo. Era la última en cruzar el
portón de salida y palabras calladitas hablaban en la soledad de su pequeña
existencia: podría ser que alguna bruja en una escoba voladora, la tomara
de la mano y la llevara por los aires hacia las altas montañas y la dejara
caer en Argentina para luego ir a buscar a sus hermanas. Dio una
mirada al cielo.
Al verla de pie en el rellano y mirando hacia arriba, el mas mentiroso de
los hombres del mundo se levantó del escaño y caminó hacia ella. Por qué te
demoraste tanto. Le besó la mejilla al borde de
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la boca. Tuve que terminar un trabajo. Le sacó el bolsón del
hombro para parecer el mejor de los padres y partió caminando delante. Ella se
pasa mil veces la mano por la boca intentando borrar ese instante. Mira su
bolsón colgándole de la mano derecha. Lo revisará meticulosamente buscando
algo. Camina tras él a un paso de distancia mirándole los zapatos negros y
limpísimos he intentando no pisar las rayas que separan los pastelones de la
vereda, porque podía pasar que si lo lograba, un ataque al corazón lo dejaría
muerto ahí mismo. O un auto podía subirse a la vereda y atropellarlo.
Calle tras calle esquina tras esquina
decenas de rayas sin pisar
y el corazón aún sin fallar
ningún auto en la vereda
la casa roja a la distancia
la puerta verde
la puerta verde de la casa roja
delante un quejido y se abre
rápida
tras un quejido se cierra
urgentemente el vacío
frío
oscuro
la mas fría y oscura casa roja del mundo
también sorda
y ciega
El colchón...
Puta
sucia
maldita tu carne
pecadora tu sangre
satanás engaña
estúpida
Palabras incomprensibles
manos gigantescas
duras
hija del demonio tiene sentido
vaho caliente vino tinto
lengua
golpes
daño
Caminan la hija y el mas mentiroso de los hombres del mundo en silencio. Esta
vez ella a mas de dos pasos, a tres, a cuatro de esos zapatos limpísimos
que forzosamente recuerdan una madre lustrándolos. El dolor la ocupa entera.
Sin embargo vuelve a intentar no pisar las rayas de la vereda porque podría ser
que un ataque al corazón o un auto descontrolado lo mataran.
Y ahí mismo, tirado en la calle de un día miércoles, el diablo se lo llevaría.
Verónica Quense
Diciembre 2013
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