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PUNTADA CON HILO, COMUNICACIÓN DE MUJERES, fue un periódico en papel que circuló en los años '90. Nos definimos feministas y "con perspectiva de clase".

Salíamos mensualmente en todo chile, también llegábamos a otros países latinoamericanos. A organizaciones de base, tanto de mujeres como mixtas, llegábamos sin costo alguno o hacíamos un trato: una sola suscripción a cambio de varios ejemplares cada mes. Las ONGs e instituciones en cambio debían pagar sus suscripciones completas.

PUNTADA CON HILO se destacaba por un lenguaje directo, cercano, claro y por manejar como sus fuentes primarias los testimonios de las propias mujeres, sus experiencias, sus formas de evaluar los acontecimientos políticos y sociales, sus denuncias, sus ideas y elaboraciones políticas y culturales. Las "autoridades" en diversas materias, no pasaban de ser un apoyo secundario -tal como las estadísticas e informes oficiales-.

Denunciamos la falsedad de la llamada "vuelta a la democracia", las manipulaciones de los partidos políticos, rechazamos la instrumentalización de la lucha popular que hicieron -y hacen- la mayoría de las ONGs e instituciones -con honrosas excepciones-. Destacamos el feminismo popular, la mirada de clase y nos esforzamos por no caer en la sobreideología que daña -desde nuestra perspectiva- las luchas sociales. Hablamos mucho desde lo íntimo y desde los procesos que hacemos las mujeres en lo personal que es lo que realmente -estamos seguras- construye lo político cuando hay organización.

domingo, 12 de julio de 2015

JORGE BERGOGLIO ES BUEN POLÍTICO

Trono papal
El problema es el papado
X Rubén Dri*/La Tecl@ Eñe/Resumen Latinoamericano 
El domingo 27 de abril, Jorge Bergolio, papa con el nombre de Francisco, procedió a la beatificación, es decir a declararlos santos, a Angelo Roncalli, papa con el nombre de Juan XXIII y a Carol Wojtyla, papa con el nombre de Juan Pablo II, con lo cual declaró que tanto el proyecto de Iglesia que encarnó el primero, como el que encarnó el segundo, estuvieron de acuerdo con los valores fundamentales del cristianismo.
Constituye ello un verdadero insulto no sólo a la inteligencia, sino al más horizontal sentido común, porque se trata de dos proyectos de Iglesia tan contradictorios que uno de ellos, el que encarnó el papa polaco, destruyó al otro. Trazaremos los rasgos fundamentales de ambos  proyectos.

Juan XXIII llega al Vaticano después del largo pontificado de Pío XII. Era la iglesia tridentina, es decir, la que se configuró en el Concilio de Trento, en siglo XVI. Una Iglesia que asemejaba a una fortaleza que había levantado altas y gruesas murallas para que no penetrasen los vientos del mal que agitaba la Reforma protestante. La fortaleza se había completado luego con nuevas murallas en contra de las libertades modernas levantadas por la Revolución Francesa, para culminar con el cierre definitivo que significó la declaración del dogma de la “infalibilidad papal”, tan necesario para defender a la iglesia-muralla de los vientos pestilentes que venían de las corrientes que se alimentaban del marxismo.
Para Pío XII el peligro fundamental del cual debía defenderse la iglesia no era el nazismo que había llegado al poder en Alemania en 1933 y que había desatado la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que llevaba a cabo el mayor genocidio de que se tenga memoria, sino el marxismo. El silencio de esa Iglesia sigue retumbando en nuestros oídos.

En el 1959 cuando asume Juan XXIII, o sea, en los inicios de la década del 60, se vislumbraba la crisis del capitalismo y las movilizaciones de los pueblos del Tercer Mundo en contra de la dominación. Es la época de la independencia de las naciones de África y Asia, de la toma de conciencia de la realidad de pueblos desarrollados y subdesarrollados, y de la violación de los derechos humanos. La época de la derrota del imperialismo a manos del pueblo vietnamita, de la revolución argelina. En América Latina es la época de la revolución cubana, de las gestas del Che, de los movimientos populares latinoamericanos con diversas expresiones.

Juan XXIII percibe que el aire de la Fortaleza-Iglesia estaba viciado, que se había perdido el tren, que era necesario abrirla y nada mejor para hacerlo que convocar a toda la Iglesia a un Concilio Ecuménico. Parecía que la época de los concilios había terminado definitivamente, porque, después de la declaración de la infalibilidad papal ya no tenían sentido.
De esa manera, en 1961 comenzará a funcional el Concilio Vaticano II que pasó a ser “revolucionario” en la medida en que significó la horadación de las murallas de la Fortaleza-Iglesia. Abrió las compuertas para que la vida que bullía en su interior y se encontraba encadenada, pudiese salir a la luz, expresarse con libertad y crecer. Es el único Concilio de la bimilenaria Iglesia que no produjo ningún dogma nuevo y sobre todo, ninguna condenación.

La Iglesia mediante el Concilio se esforzó por hablar con el mundo en el que estaba inserta, es decir, con toda la problemática del contexto brevemente señalado. Para ello se redefinió a sí misma, y lo hizo mediante el documento Lumen gentium –luz de los pueblos- que en contra de la clásica definición de la Iglesia como Jerarquía, la definió como “pueblo de Dios”, poniendo a la jerarquía en el papel subordinado de servicio.
Esa definición conlleva necesariamente una crítica al absolutismo monárquico de la Iglesia y, en contra partida, una apuesta a la “democratización”, lo cual tiene como consecuencia que ya no puede ser la “obediencia” la virtud principal que distinga al cristiano. Será Paulo VI quien saque esta conclusión, proponiendo el “diálogo” en su lugar, en la encíclica Ecclesiam suam.

Una vitalidad vigorosa se despierta en el seno de la Iglesia. Los cristianos dejan de ser sujetos pasivos y se transforman en sujetos activos, presentes en todos los movimientos de liberación que atraviesan el continente latinoamericano. La Iglesia se renueva de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo. Es la base, son los cristianos de a pie, los sacerdotes de la base, las religiosas, los obispos que “escuchan” el clamor de los oprimidos quienes “revolucionan” la Iglesia que deja de ser Fortaleza para transformarse en casa abierta a todas las transformaciones.

Fueron dos décadas (1960-1970) de una iglesia –ahora con minúscula- que pierde sus contornos fijos, caen sus murallas, se abre al mundo, especialmente al mundo de los pobres, vistos éstos, no simplemente como “pobres”, sino como “dominados” que deben asumir su propio protagonismo en la lucha para dejar se de ser pobres. No es la Iglesia de la caridad, la de la limosna, la de Teresa de Calcuta, sino la de Jesús de Nazaret, la de los primeros cristianos y su lucha antiimperial, la de Oscar Arnulfo Romero, la del pelado Angelelli, la los Sacerdotes para el Tercer Mundo.

Vientos de libertad, vientos de lucha liberadora, vientos de grandes iniciativas. Todo un mundo en movimiento de abajo hacia arriba despertaba grandes y coloridas utopías. El fin del capitalismo o, al menos, el triunfo sobre dicho sistema en grandes porciones del universo, parecía no sólo posible, sino a la mano.
Pero terminados los setenta e iniciando los ochenta todo comenzó a cambiar para mal. Los grandes centros del poder capitalista e imperial lanzan una feroz contraofensiva en toda la línea, en lo económico, lo político, lo cultural y lo religioso. Tres personajes sintetizan la contraofensiva pronto transformada en una verdadera Blitzcrieg, Margaret Thatcher, la que ordenó hundir el Belgrano y cuyos “valores cristianos” resaltó el papa Francisco, Ronald Reagan y Juan Pablo II, el papa polaco, quien se encargó de legitimar teológicamente el neoliberalismo, proponiendo, en la encíclica Centesimus annus, la “economía de mercado” como solución para los problemas del tercer Mundo.

Juan Pablo II llega al Vaticano después de la “muerte”, nunca aclarada, de Juan Pablo I con un ambicioso proyecto político-religioso de poder, que implicaba desmontar el proceso democratizador del Concilio Vaticano II, reestructurar la Iglesia jerárquica, monárquica, infalible, suplantando el “diálogo” por la imposición, recuperando a la “obediencia” como el valor fundamental del cristianismo. La iglesia volvía, de esa manera, a ser la Iglesia, la fortaleza que el Concilio Vaticano II había en parte demolido, pero ahora transformada en un ariete en contra del comunismo”, en cuyo nombre quedaban incorporados todos los movimientos de liberación que circulaban en el Tercer Mundo y, especialmente, en América Latina.
En el cumplimiento de ese proyecto se dedicó el papa polaco a remover, controlar, y limitar a los obispos comprometidos con los sectores populares, especialmente en América Latina; a perseguir, destruir, cooptar a los teólogos de la liberación y, en general, a los teólogos críticos de la dogmática fundamentalista, como Han Kûng y Schillebecx.

Como buen político sabía que para realizar esa tarea necesitaba una gran acumulación de poder y para obtenerlo puso en juego toda su fascinación carismática. Siendo “actor” de vocación” se dedicó a viajar por el mundo montando impresionantes show con un variado juego de ceremonias, ritos, símbolos, gestos, que convocaba a verdaderas multitudes.

El parecido en este sentido con la actuación de Bergoglio-Francisco es impresionante. También en este caso se trata de un gran político que sabe manejar gestos, ritos, símbolos, y los pone en funcionamiento sin límites, ampliándolos a esferas a las que el histriónico Wojtyla no había llegado, como el espacio de los deportes y, especialmente, el fútbol.

Sobre la canonización de ambos papas son clarificadoras las reflexiones de Eduardo Febro: “Declarar santo a Carol Wojtyla es olvidarse del abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este papa: amparo de los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción, suicidios jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha contra el comunismo, persecución implacable contra las corrientes progresistas de la Iglesia, en especial la de América Latina, o sea, la frondosa y renovadora Teología de la Liberación” (Página/12, 27 abril).

Frente a esta realidad uno se pregunta ¿cómo es posible que un hombre como Carol Wojtyla, con tantos no ya desaciertos, sino “pecados” –para utilizar categorías teológicas – causantes de muertes, asesinatos, desfalcos y otras yerbas, fuese el pontífice supremo de la Iglesia por tantos años? Pero además, ¿cómo es posible que otro personaje como Jorge Bergoglio elegido para “purificar” el lodazal dejado por el papa polaco, terminase proponiéndolo como modelo a la feligresía cristiana?

Para encontrar una respuesta la mirada debe dirigirse al “papado” como institución. Efectivamente, el Sumo Pontífice es elegido por un grupo de hombres denominados “cardenales” cuya edad está entre los setenta y los ochenta años, y, desde ese momento ya no debe dar cuenta a nadie en la medida en que pasa a ser vicario de Cristo, representante de Dios en la tierra, investido del don de la “infalibilidad”.
A partir de ese momento, entra en plena vigencia la práctica teorizada por el papa León I en el siglo V, cuyo sentido es que el poder que ejerce el papa no deriva de las cualidades personales de quien lo ejerce, sino de la función que cumple, que no es otra que ejercer el poder que deriva directamente de ser el sucesor de Pedro, quien habría sido el primer papa.

Siendo esto así encuentra su explicación el primer problema planteado. Carol Wojtyla como Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, sucesor de Pedro, ejerció todo el poder que derivaba de esa función y que nadie puede cuestionar. ¿Por qué se lo habría de cuestionar, o mejor, con qué derecho? En otro momento histórico, el fraile Jerónimo Savonarola hizo frente al papa Alejandro VI, cargado de “pecados terrenales”, para utilizar las categorías citadas, y no sólo terminó en la hoguera, sino que teológicamente el fraile debía someterse a las decisiones del papa, a quien le debía obediencia.
En la misma institución papal encontramos la respuesta para el segundo problema. ¿Por qué el papa Francisco no podría declarar santo y proponerlo a la imitación de todos los fieles – porque ése es el sentido que tienen las canonizaciones- si él tiene el poder de hacerlo? Por otra parte el “aura” de la infalibilidad lo ampara de los errores.
¿Qué importancia puede tener para un pontífice infalible la contradicción de proclamar santo a otro pontífice que protegió a conocidos pederastas y al mismo tiempo crea la “Pontificia Comisión para la protección de los Menores” y que ésta sea presidida por el cardenal Sean Patrick O’ Malley, de Boston, acusado por la Red de Sobrevivientes de los Abusados por Sacerdotes –SNAP- de haber protegido a sacerdotes pedófilos?
El papa Francisco es, no cabe duda, una gran político y, en ese sentido, la canonización de Juan Pablo II constituye una necesidad para sus proyectos en la medida en que, de esa manera, obtiene la aprobación de la Iglesia polaca y de la multitud que exigió “santo súbito” como consecuencia de la exhibición pública de la agonía de dicho pontífice. El problema es que, de esa manera, se pasa por sobre el problema ético que ello implica. ¿Constituye ello una política que puede llamarse cristiana?
Es evidente que después de la debacle que significaron los dos últimos pontificados para la credibilidad de la Iglesia, la tarea de “limpieza” de Bergoglio-Francisco –recordemos que tiene los dos nombres en pasaportes diferentes – la Iglesia recobrará gran parte de los fieles que fugaron hacia otros rumbos. Pero ¿alguien puede dudar que las maniobras fraudulentas del Vaticano tarde o temprano van a volver? ¿Alguien puede pensar en el Banco que habría podido tener Jesús de Nazaret? El Banco estaba en el Templo, cuyos dueños eran los sacerdotes, y es por eso que Jesús dijo que era como la higuera que no daba frutos y, en consecuencia, debía ser destruido.
Pocos días después de la canonización de Juan pablo II, el papa Francisco fue a rezar una misa en la Iglesia de San Estanislao, y allí puso de relieve que el papa canonizado había sido como Pedro, una “verdadera roca”. Parece que cuando se llega al supremo escalón de la Jerarquía eclesiástica todos los “pecados” desaparecen y, en su lugar aparece el resplandor de la santidad.

*Filósofo y teólogo

Fuente: Resumen latinoamericano - La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política. Ideas, cultura y otras historias.

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